La música, como la vida, presenta infinitas oportunidades para fijar nuestra tarjeta de presentación. Nuestra marca personal, que no es otra cosa que aquello que de nosotros se dice cuando no estamos presentes. Presentes, por tanto, sembramos opinión a través de nuestro trabajo como intérpretes, creadores o propiciados de cultura.

Centrándonos en el ámbito de la interpretación, la falta -tan común como aceptada- más inaceptable es la desmesurada atención al ego cimentado y abalado de manera incomprensible sobre el valor del sentimiento y el gusto estético del mediador entre el autor y el público.

Erigirse como celebrante en esta transmutación requiere una alta dosis de responsabilidad que, aun con la licencia que pueden otorgarse los más grandes, no está exenta de riesgos. La función del intérprete es traducir el código legado por el compositor, saber rescatar de entre el laberinto imperfecto del lenguaje acaso una parte del más profundo postulado técnico, estético y emocional del creador, ponerse -poéticamente hablando- metafórica y metafísicamente en su piel. 

No hay interpretación más nefasta, aplauso más yermo y crítica más zafia que la que justifica y ensalza la presencia de sentimiento del propio intérprete. ¿Qué emoción nos interesa más, la del autor quien bajo unas circunstancias previas, motivaciones inequívocas y exposición al mundo a través de sus emociones o la del intérprete que elige las acaso aquellos ítems emocionales que casan con su percepción tangencial de la obra musical? Lo cual no obsta, para que el intérprete participe de esta emoción, pero como un espectador -privilegiado, si se prefiere- más.

¿Qué autoridad tenemos como intérpretes para dilatar un tempo dado, para desvirtuar una articulación determinada, para enfatizar ad libitum (o ad nauseam) o mover dinámicas de manera más o menos ocurrentes? ¿acaso el genio del compositor no alcanzó para dejar -explícita o implícitamente- plasmadas sus intenciones?

El buen gusto, en el mejor de los casos, no es mucho más que una desviación de la verdad musical que el compositor imaginó, muy alejada del rigor que conlleva el conocimiento del idioma en el que el compositor expuso sus ideas y emociones.

¿Qué hace que el intérprete adopte una posición limítrofe con el ego? ¿su formación (o falta de ella)? ¿aspectos sociológicos e idiosincrásicos de su devenir musical? ¿una inclinación per se hacia una conducta egocéntrica? y así, ¿de dónde viene esta inclinación?

Una reflexión retrospectiva hacia los momentos en los que nos mostramos al mundo podrían ofrecernos una anatomía del instante y, por ende, una resultado interesante del auto test de nuestra capacidad de regar el jardín de Narciso.

Un músico promedio se ofrece de manera continua, incluso sin apenas ser consciente. En cada acto de su quehacer cotidiano puede ofrecer información muy valiosa para definir su marca personal. Cada gesto del pensamiento compartido, la comunicación no verbal, el control del lenguaje y la falta de freno al expresarse cuando busca una remuneración emocional o un voto positivo y enfático (energía del simpático) que corrobore su cómoda autoafirmación.

No obstante lo expuesto, la lectura que podemos ofrecernos no siempre ha de casar con la valoración externa puesto que un músico se muestra dentro de un espectro amplio de posibilidades.

Una personalidad expansiva tenderá a perder el control del ego mientras que una personalidad reflexiva a dominarlo. La motilidad o facultad que tiene la materia viva para moverse como respuesta a estímulos exteriores, puede hacer que la idea (común) del yo, necesaria antropológica y sociológicamente para el crecimiento del ser humano en relación con su entorno, devenga en la del super-yo, manifestación de la tensión freudiana entre el ID o fuerza natural que nos aboca a la satisfacción inmediata de los deseos y el SUPER-EGO, que realiza los juicios morales. 

El Yo Consciente sería el balance y equilibrio entre ambos conceptos. Si triunfa el ID, vendrá la neurosis. Si lo hace el Super-Ego, la culpa. Otro ejemplo que nos ofrece la lengua inglesa, es el de la diferenciación entre el I’m y el me.  (Pensémoslo).

Bajo estos conceptos ¿qué conduce a una exaltación del Super-Ego -en su uso cotidiano- que exponga a los músicos y qué fuerza impide la consecución sensata del ID? Sería fácil concluir que una actitud hedonista en extremo, que busca la satisfacción inmediata en forma de intro y exo afirmación continuada ha de devenir, por pura inercia, a la neurosis, entendiendo esta como alteración emocional básica exenta de patología física.

El músico neurótico, cuya razón de ser es la de vivir angustiado por un presente que es y un futuro incierto, basa su comportamiento en relaciones ancestrales desiguales no manifestadas conscientemente.

El músico culpable es el paradigma del ser que se condena a sí mismo y decide en exclusiva merecerla mediante juicios imaginarios y, de todo punto, falsos.

El pensamiento presocrático ha determinado nuestra concepción del ser en oposición al trans-ser que proclama el pensamiento de la ancestral filosofía china.  Lo que somos en un instante preciso de nuestra existencia frente a lo que vamos siendo de un instante a otro. Nos sabemos (ser) envejecer pero no vemos como envejecemos, sin embargo lo hacemos. No vemos crecer una flor en su trans-formación sino en su resultado ulterior.

El origen de todos los caminos, el kilómetro cero de la personalidad bascula entre la dualidad del ser (sujeto/acción) y el trans-ser (proceso/silencio). Silencioso en tanto que invisible, que no inexistente. La correlación de factores que llevan del sujeto como actor de lo local, aquí y ahora (hic et nunc) frente lo global (whole world) de la constatación de resultados (transformación) abren una puerta al estudio del entretanto que nos lleva de un estadío a otro.

La filosofía nos enseña a pensar el mundo. La psicología, quizás, a dudarlo. La música (el arte), acaso, a inventarlo. Equilibrio perfecto de fuerzas contrapuestas donde el ego no cabe.

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